dia del padre
lunes, junio 18, 2007
En aquel entonces veinte pesos equivaldrían a doscientos de los de ahorita, dos mil de mañana y veinte nuevos pesos de pasado mañana.
Mi mamá limpiaba la casa y sacudía el sillón del pequeño departamento de interés social en el que vivíamos, ese sofá donde pasaba tantas horas brincando y contorsionándome de varias formas, como sólo un niño sabe hacer mientras veía las caricaturas de Mazinger Z, Los Pitufos, Voltron y los Thundercats. Mi mamá a veces encontraba algunos pesos y tostones que se les salían de los bolsillos y me regalaba para comprar dulces, bolis o paletas de hielo. “¿Entonces me vas a dar todo el dinero que salga del sofá?” le pregunté y mi mamá contestó que sí. Sería dinero que me pertenecería solamente a mí y no tendría que compartir con mis hermanos.
Esperaba con ansias que llegara el día de la limpieza del sofá. A veces salía más, a veces menos, pero siempre era un extra del dinero que ocasionalmente me daban para gastar. El problema era que el sofá no se limpiaba muy seguido, al menos eso me parecía para un niño de 7 años cuando los días duran más de 24 horas y el tiempo pasaba sin la prisa y el vértigo de la edad adulta.
Cuando salía de la primaria me gustaba acompañar a mis amigos a la esquina de la escuela, aunque estuviera contraria al rumbo de mi casa. Todos vivían para otro lado pero no me importaba mucho que tuviera que darle toda la vuelta a la cuadra para seguir cotorreando un ratito más después de clases, a pesar de que entonces el mundo era un lugar enorme y el camino a casa me pareciera demasiado largo. Además, servía que pasaba por un puesto de revista donde me detenía largo rato a ver las portadas de los cuentos que publicaba la editorial Novaro. El que más me gustaba era el Hombre-araña, pero también estaban los del que en aquel entonces se llamaba Diabólico y que ahora, olvidándose de cualquier traducción, nombran Daredevil, Los Vengadores (The Avengers), los 4 Fantásticos, los X-men (cuando todavía no salía “Glotón” a.k.a. Wolverine) y los ya clásicos de La Pequeña Lulú, Periquita, Tom y Jerry y Archie, pero esos casi no me gustaban porque pensaba que eran para niños chiquitos o para niñas; los que a mí me gustaban era los de superhéroes.
Mirando todas esas portadas, me imaginaba las aventuras por las que pasaban y como el Hombre-araña se columpiaba entre los edificios de Nueva York y pensaba que era imposible que visitara nuestra ciudad porque no había edificios altos, y seguramente se electrocutaría con las marañas de cables que bordean las calles.
Pero hubo un comic que realmente cautivó mi atención, era un número especial que venía en una bolsa de plástico sellada y en su portada se veía a Hulk luchando contra La Mole, destruyendo edificios, mientras Reed Richards y La Antorcha intentaban detenerlos, y la mujer Invisible y otra chica observaban asustadas en un departamento la pelea de los titanes. Su tamaño era más grande que el de los cuentos regulares. Debía ser mío. Le pregunté al voceador por su precio y me dijo una cantidad que no recuerdo pero que era muy difícil conseguir para mí.
No sé cual era la condición social de mis papás en aquella época y no me importaba en lo absoluto, para lo único que servía el dinero era para comprar un refresco en bolsita o un frutsi congelado, ya que todavía no me daban dinero para gastar como mesada o domingo o algo de eso. Si quería algo, entonces le pedía el valor justo a mi mamá y si ella podía, me lo daba, pero no tenía la oportunidad de ahorrar para comprar algún juguete o cualquier cosa que costara más que una bolsa de churrumais. Así que regresé a mi casa imaginando la pelea entre el hombre verde y la cosa de piedras anaranjadas. Me llegué a obsesionar con el cuentito (cuentote, por el tamaño y precio), era la pelea final y por fin quedaría resuelta al menos una de esas preguntas que me hacía en mi febril imaginación ¿Quién gana, el Hombre-araña o Batman? ¿Superman o Thor Martillo? ¿Hulk o la Mole?
Llegando a casa, le platiqué lo anterior a mi mamá, pero ella no quiso darme más del pesito que le acostumbraba a pedir, argumentando todas esas cosas que las mamás dicen cuando no quieren darle dinero a sus hijos, qué para qué lo quieres y que ya tienes muchos cuentos (como si el tener muchos comics bastara para no tener más), y cosas por el estilo. A pesar de mi berrinche y de mis profundas y lastimeras lágrimas, no conseguí chantajear a mi mamá. Así que pensé en buscar dinero en el sofá, era mi derecho y cualquier tesoro que descubriera entre sus cojines sería mío y lo gastaría como mejor me viniera en gana. Pero solo pude encontrar centavos, esos malditos centavos que solo ajustaban para ollitas con tamarindo o una pobre chupaleta.
Toda la tarde estuve pensando en cómo conseguir aquel cuento; huiría de casa y mis padres arrepentidos por lo mal que me trataban me compensarían comprándome lo que quisiera, o tal vez me pondría a lavar carros y así juntar algo de dinero, pero no, entonces no tendría tiempo para jugar a las Guerras de las Galaxias con mis amigos, además que odiaba lavar los carros. La solución estaba en el sofá, así que, sin que mamá me viera, fui a su cuarto y tomé su bolso. Pensaba agarrar solo lo que costaba el cuento y esconderlo en el sofá y una vez que mi mamá hiciera la limpieza, sería ella misma quien me lo daría de sus propias manos sin que pudiera hacer nada al respecto. Pero no había cambió en su monedero, solo estaba un gran billete azul con la cara de Benito Juárez; no digo que el billete era grande con la perspectiva de aquellos años, en realidad eran más grandes que los billetes que circulan ahora. Con más emoción que remordimiento, oculté el billete en el mueble, en lo más profundo de sus entrañas, en un lugar donde mis hermanos ni nadie fueran capaces de localizarlo y entonces me senté encima de ese lugar custodiando mi tesoro y me puse a ver las caricaturas.
Pasaron algunos días, muchos a mi parecer, y siempre me sentaba en el mismo lugar, quitando por la fuerza a mis hermanos cuando ellos lo ocupaban (privilegios de hermano mayor), y metiendo de vez en cuando la mano para poder tocar su papel, sacándolo para observarlo cuando estaba solo en la casa, esperando impacientemente el día en que mi mamá hiciera la limpieza para que me diera mi dinero. Pero ese día no llegaba. Yo insistía a mi madre que el sillón estaba muy sucio y que cuándo lo iba a limpiar, pero ella no me hacía mucho caso en mi ignorancia de que un sofá no es cosa que se limpie todos los días.
No recuerdo que mi mamá haya comentado nada sobre el billete faltante, tal vez sí lo hizo, pero yo fingí demencia de manera tan efectiva que aun ahora soy incapaz de recordar si hubo alguna repercusión por la desaparición del dinero, bueno, hasta el día en que no pude soportar más y tomé el billete y fui a gastármelo en cuentos.
Compré el especial de Hulk contra La Mole, el del Hombre Araña (cuando matan al papá de Gwen Stacy) y todos los que había de superhéroes, hasta compré uno de la Pequeña Lulu para regalárselo a mi madre, según yo lavando con eso mi culpa. Le diría que me encontré el dinero tirado en la calle y tendría la coartada perfecta. Todavía me sobraron muchas monedas que sonaban en mis bolsillos cuando caminaba al parque para sentarme bajo un árbol a leer mi dotación de revistas.
No recuerdo mucho de la historia de Hulk vs La Mole, sólo recuerdo que en las últimas páginas, Hulk le da un poderoso chingadazo en el hombro de La Mole destruyéndole una de las rocas que forman parte de su cuerpo, la última que le llegaba en las caricaturas y que según yo era su punto débil, aunque claro que en las caricaturas La Mole era capaz de convertirse en humano a voluntad con ayuda de dos anillos, pero en las historietas estaba atrapado en esa espantosa forma y a veces se quejaba de su condición. La mole terminó en el piso, moribundo cambiando a su forma humana, mientras Reed Richards lo sostenía con sus elásticos brazos y Bruce Banner huía arrepentido por lo que su alter ego había hecho.
Contentísimo y sin poder sostener las revistas bajo mi brazo fui a la cuadra con mis amigos a presumirles mi adquisiciones pero ninguno me hizo mucha alharaca, hojearon brevemente los comics para seguir con la cascarita de fútbol en la terracería en la que se había convertido un jardín que se encontraba entre los edificios, y yo corría con la mano metida en la bolsa para que no saliera volando la morralla. Al final del partido les invité un refresco en bolsita a todos mis amigos.
Cuando regresé a la casa, mis hermanos se pusieron a revisar mis revistas, a penas sabían leer, y mi madre me preguntó que de dónde había sacado todo aquello, así que le conté la historia del billete que me encontré tirado en la calle y cómo le había comprado el cuento que le gustaba cuando ella era una niña, pero obviamente no me creyó, de inmediato relacionó lo sucedido con su billete extraviado y a pesar de que me regaño muy fuerte, las frecuentes y cotidianas reprimendas hacía tiempo que habían dejado de ser efectivas, pero no así la amenaza de delatarme con mi papá.
Le pedí que no lo hiciera, le devolví lo que me quedaba de dinero y le prometí que se lo pagaría de cualquier modo, trabajaría cargando bolsas del mandado en el tianguis, haría el quehacer de la casa, hasta lavaría carros para juntar lo que había gastado, pero no quería que le dijera a mi papá lo que había hecho.
Me fui a encerrar a mi cuarto autocastigándome sin comer (después de todo ya había comido un montón de guzgueras en todo el día) y con un sentimiento de miedo y la culpa por haber cometido un pecado mortal terminé de leer, ya sin ganas, los comics que a mi mamá no le interesó castigarme.
Pedí Perdón a Dios, en aquel entonces era mucho más fácil hablar con Dios, las vías de comunicación no tenían toda la mierda que he acumulado con las mugrosas costras de los años que nos caen encima, y me arrepentí sinceramente por lo que había hecho, y Dios me había perdonado, después de todo, era solo un niño sin mucha maldad en mi corazón.
Por la noche, sin que mi mamá me dirigiera la palabra en todo el día, estaba viendo en la televisión el chavo del ocho cuando una llave entró en la cerradura de la puerta de entrada y yo corrí a encerrarme al cuarto, me tapaba con una de esas gruesas cobijas cuadriculadas y cerraba fuertemente los ojos como si con eso iba a desaparecer o me volvería invisible y deseé tener algún superpoder que me permitiera librarme de esa situación, pero no tenía ninguno, era sólo un niño de 7 años que le había robado un billete de veinte pesos a su mama.
Escuchaba las voces desde la sala, y mi papá diciendo groserías del tipo, “muchacho cabrón”, “Ahorita me las va a pagar el hijo de la chingada” y cómo sus pasos hacía mi habitación retumbaban bajo la cobija.
No recuerdo haber escuchado nada más, mi papá me gritaba que era un ladrón y cosas por el estilo, pero no recuerdo las palabras exactas que dijo ni el sermón que seguramente estuvo pronunciando mientras me arrastraba por mis delgadas muñecas hacía el pequeño y mal alumbrado cuarto de la cocina. No recuerdo donde estaba mi mamá ni mis hermanos mientras sucedía todo aquello, lo que si recuerdo muy bien es a mi padre encendiendo la lumbre de la estufa y esas flamas azules que crecían hacia mis manos, y como mi cara se bañaba en mis lágrimas y el calor que mis palmas absorbía me recorría hasta la cabeza y yo intentaba zafarme inútilmente porque mi papá era mil veces más fuerte que yo y no lograba moverme un centímetro, y cerraba y abría mis puños desesperado sin saber qué hacer y lloraba y gritaba que no lo volvería a hacer, que me perdonara, que no lo volvería a hacer y a mi papá diciendo “Esto es para que aprendas a no robar”.
No me quemé, no recuerdo haber sentido algún dolor por la lumbre, no tenía heridas en mis manos, pero lo que me costaba más trabajo creer fue que mi padre me hubiera hecho eso.
Feliz día del padre hijo de tu puta madre.