Juchipila
martes, septiembre 25, 2007
Regresé después de muchos años al lugar dónde nací. Las razones no fueron muy claras, tal vez no tenía nada que hacer o tal vez quería cambiar la maldita rutina que ha dejado de funcionar en los últimos días, aunque lo más seguro fue que quería volver a echarle un vistazo a mis orígenes.
Se realizaba una comida en honor de un familiar que también regresaba al terruño, pero desde un lugar todavía más lejano, Alaska, donde la rutina es mucho más monótona y destructiva que la mía, encerrado la mitad de un año en un barco empacando pescado. Como un presidiario que acaba de ser liberado, fue recibido en el maizal de una granja, con un conjunto norteño que cantaba todas esas canciones que ignoro por qué motivo me sé, sacrificaron un chivo para hacer birria y un montón de cartones de cerveza que me regresaron a la rutina de todos mis fines de semana, inmovilizado en un mismo lugar, emborrachándome inmóvil, sólo parándome para ir a mear.
Ahí estaban muchas caras conocidas de la infancia, los recuerdo bien porque me les gustaba molestarme cuando pequeño, me buscaban para agarrarnos a putazos porque según eso yo era bueno para los madrazos (hace más de 15 años que no me peleo) y yo nunca me rajaba y la mayoría de las veces, según me contó un primo, hice honor a mi fama; la verdad es que yo poco recuerdo de esos tiempos, en mi estúpido afán por vivir siempre en el momento presente he olvidado muchas, muchas cosas de mi pasado, y me dio miedo volver a ser la “Cocaleca”, el apodo con el que me conocían en ese entonces. Pero las cosas habían cambiado, la mayoría de las personas que estaban ahí me recordaban perfectamente, y me trataban con una especie de respeto que quién sabe de donde me había ganado, porque me llevaban las cervezas y me conseguían cigarros y casi casi me hablaban de usted, pero lo más seguro es que se debía a esa excesiva amabilidad de la gente de campo.
Y ya entrados en el calor de la peda, no se hicieron esperar las pláticas sobre esos recuerdos infantiles que no parecían míos y me incomodaba mi voluntaria amnesia porque las enormes sierras que nos rodeaban por ambos lados, el arrollo estéril, la limpia luz de la luna coronada por una aureola luminosa que proyectaba una sobra nocturna bajo los mezquites en los que estábamos, no parecían haber cambiado ni un solo día.
Me aparté de todos y regresé caminando a la casa donde pasaríamos la noche, con mi taciturna y pedante actitud que se me ha ceñido últimamente (me he sentido muy amargado, no he tenido deseos ni de escribir este blog y me caga abrirlo y ver el mismo post y sentirme incapaz de escribir algo más en él, algo más que valga la pena), sintiéndome diferente, como si no mereciera nada en el mundo y a la vez el mundo no me mereciera. Mandándolo todo a la verga.
Pero el sol siempre sale al otro día, y con él, aunque no queramos, viene la opción para empezar de nuevo, por lo que fuimos a un lugar que antes era fuente de aguas termales con propiedades curativas, y ahora lo convirtieron en un balneario-hotel-spa con gran éxito turístico y orgullo de la región; donde según cuenta mi madre, alguna vez fuimos para tratarme unas misteriosas manchas blancas que me habían salido en las rodillas y que según eso, las aguas mágicas me habían curado. Cuando mi madre mencionó aquello, a mi mente llegó de putazo, como una especie de flashback, la imagen de mi mamá sosteniéndome por las manos, metiéndome lentamente a una enorme pila de piedra con el agua viva, a punto de hervir saliendo de las entrañas del planeta, y me vi a mí mismo con mi mente de niño creyendo, deseando fervientemente que esas manchas desaparecieran. Y mientras me sumergía en la alberca donde ahora reposan esas aguar termales, quise desear que me curaran esta maldita amargura que traigo, pero no es lo mismo el deseo de un niño que es capaz de materializar seres fantásticos, que el de un adulto que no es capaz ni siquiera de perseguir sus propios sueños.
Sentí ganas de llorar, extrañé a ese niño, ya que mi reflejo distorsionado en el parabrisas del carro que nos llevaba a la última parte del viaje, me mostraba a un adulto escéptico, amargado, que ya no cree en nada y que limita su vida a la simple y llana existencia.
Tocamos la puerta de lámina de la antigua casa sin que nadie nos respondiera, dimos la vuelta a la cuadra para entrar por la parte posterior. El interior olía a alcanfor, un aire viciado con aroma a viejo inundaba todo el lugar y todo estaba oscuro a pesar de que el sol todavía brillaba y afuera hacía un bonito día. Al fondo de la casa escuchamos una voz que nos llamaba y conforme avanzábamos hacia la habitación el olor se hacía más penetrante. La luz de la televisión que mostraba una de esas antiguas y aburridas películas de catrines y gente rica en los tiempos de Miguel Alemán, iluminaba la densa oscuridad del cuarto. Mi abuela se encontraba recostada en un catre mirando la película. Encendimos la luz y mi abuela entornó los ojos para reconocernos mejor. A su lado había una bacinilla con amarillos orines que le daban el olor a toda la casa. La ayudamos a levantarse y en el colchón del catre había una enorme mancha también de orines sobre los que estaba recostada. Me senté frente a ella mirándola, sin participar en las conversaciones sobre su salud y esas cosas que se suelen platicar.
Hace algunos años mi abuela se cayó y se quebró una pierna, mis tíos y mi papá juntaron dinero para pagarle al mejor geriatra para que le hiciera una intervención en Guadalajara y volviera a caminar, y a pesar de que los estudios revelaron que mi abuelita había salido bien de la operación y con una buena rehabilitación con una terapeuta que se contrató y atendió en la casa de mis padres, afloró el carácter de mi abuela y le gustaba maltratarla y humillarla hasta que la terapeuta renunció y entonces fue mi madre quien se encargó de atenderla. Obviamente eso no duró mucho tiempo (aunque a mi mamá le pareció una eternidad, se trata de su suegra) y regresó a su casa donde ahora la atiende una enfermera. Mi abuela simplemente se rehusó a caminar y le pareció más fácil que la atendieran como un bebé. Los ciclos se cierran y ahora, después de tantos años regresa a la condición en la que nació. Pero de eso hace muchos años. Y yo sólo miraba y pensaba que era mejor estar muerto que vivir así, pero su madre (mi bisabuela) vivió más de cien años, y es posible que todavía pasen muchos años más antes de que muera.
Tampoco tengo muchos recuerdos de mi abuela. Recuerdo que me gustaba que me diera unos trozos de chocolate de mesa que sabían distintos a los que he probado en toda mi vida y no creo nunca volver a comer nunca más. No tengo ningún recuerdo especial que me uniera afectivamente a ella, de hecho, en su casa colgaban las fotografías de todos mis primos y yo preguntaba por qué no estaban las mías o las de mis hermanos, pero de nadie obtenía respuesta. Lo que si recuerdo es que antes de que mi abuelita diera el viejazo, mi madre se quejaba mucho del tiempo en que vivió en su casa cuando recién se casó con mi papá, que la trataba como gata y que la maltrataba y humillaba tal como años después hizo con la terapeuta, siempre fue una vieja cabrona pues. Además, antes no se daba mucho eso de demostrar el afecto a las personas cercanas, tu padre era tu padre y tu abuelo tu abuelo y no eran como esos abuelitos tiernos y cariñosos, comprensivos y cómplices solapadores que la televisión (o la modernidad) se ha encargado en convertir ahora, se podría decir que al menos en mi familia no se da mucho eso de mostrar los sentimientos, así que a pesar de las barreras y distancias que siempre hubo entre mi abuela y yo, pues la quiero. Además de eso, sólo esta la característica de que siempre me le he hecho parecido a mi abuelo, y cada vez que me ve me dice que le parezco muy simpático y que también me le a figuro a Alejandro Fernandez. Y en todas estas cosas estaba pensando mientras veía su cara de Doña Sara García (a mi se me hace que se parece a ella) y cuando llegó la hora de partir de regreso a Guadalajara, esperé hasta el último momento para despedirme de ella, la abracé bien fuerte y la acariciaba como se acaricia a una mujer, sin tocarle las chichis ni la cola pues, pero tocándola como una mujer se merece y le dije que la quería mucho y no hice ningún intento por detener la lágrima que se me escapó del ojo. Ella me contestó con una voz que también parecía contener lágrimas, que le parecía como si se hubiera quedado dormida y ahora estuviera soñando. No sé por que las últimas veces que la he visto siento que es la última vez, pero no sé por qué, sé que no será así.