Un Cuento de Navidad

jueves, diciembre 25, 2008



El periódico publicó una nota acerca de una muchacha de trece años que acababa de perder a sus padres, unos drogadictos que murieron de una sobredosis, pero que habían dejado una fortuna considerable a su hijita adolescente. A un lado del texto venía la foto de la niña, una jovencita pródigamente desarrollada para su edad, poseedora de una sensualidad natural, se podría decir que involuntaria, innata. Esa imagen acaparó mi atención inmediatamente, me sentía obsesionado por su candor, por esa perversa inocencia.

El periódico decía que su mayor ilusión era recibir la visita de Santa Clos en su casa. La niña se encontraba sola, bajo la supervisión de los vecinos, y el motivo de la nota era para tratar de localizar a algún familiar que fuera a Cd. Acuña y se hiciera cargo de ella, o de lo contrario la internarían en alguna institución pública.

Así que no lo pensé dos veces y tomé el primer autobús a Cd. Acuña, tenía que estar ahí antes que cualquier familiar; no sin antes alquilar un traje rojo del anciano gringo panzón bebedor de Coca -Cola.

Me confieso. No soy una buena persona, no pensaba hacer una caridad o llenar de alegría el corazón de una pobre niñita huérfana cumpliendo su más anhelado deseo. Desde que vi su foto, no la podía sacar de mi mente y un deseo compulsivo me orilló a realizar el viaje. A lo mejor pensarán que soy un depravado sexual, pero estaba poseído por un impulso más fuerte que cualquier prejuicio moral, más fuerte que cualquier razón. Además, el dinero que acababa de heredar era una suma por la que realmente valía la pena todo eso.

Llegué a Cd Acuña, un pueblo polvoriento al borde del país, en la frontera con Estados Unidos. Después de preguntarles a varias personas sobre la muchacha, mostrándoles el recorte del artículo y diciendo que yo era el tío de la pequeña, conseguí fácilmente la dirección. La noticia fue muy popular y no tuve mucho problema, me enteré que vivía en las afueras de la ciudad en una casa al lado de la carretera.

Compré un perrito en una tienda de mascotas. Se supone que si yo era Santa Clos, tenía que llegar al menos con algún regalo y qué mejor que un pequeño cachorro, no existe niña que se resista a un animalito de esos. Tomé un taxi y le dije al chofer que me llevara a la dirección que le di en un papel. Dentro del taxi me puse el disfraz rojo y el gorro, no consideré necesaria la barba y la peluca, porque si quería acercarme a la niña no iba a conseguirlo con la apariencia de un viejo decrépito, sino con mi propio rostro. La verdad, creo que soy un tipo bastante atractivo.

Llegué por fin al domicilio. Era una casa blanca de dos pisos de apariencia fría, no parecía de personas ricas, era más bien una típica casa clasemediera. En el segundo piso había una terraza en donde supongo que los padres se sentaban en las tardes a ver pasar los interminables convoys de camiones que llevan y traen cosas del otro lado, mientras se sumergían en sueños alterados químicamente.

Metí al perrito dentro de un pequeño saco y toqué el timbre. Nadie contestó, era temprano todavía, las 5:00 de la tarde aproximadamente, aún no oscurecía y tal vez la niña se encontraba en casa de sus vecinos. Toqué insistentemente hasta que por fin escuché unos débiles pasos que bajaban del segundo piso.

— ¿Quién es? —oí decir de adentro. Era una voz dulce pero adormilada.

— ¡Jo jo jo jo jo! Soy yo, Santa Clos —dije conteniendo la risa y entonces la puerta se abrió.

— Pasa por favor. En un momento estoy contigo —contestó la niña sin asombro alguno.

Entré en la casa y comencé a examinarla. A un lado de la puerta de entrada se encontraba la sala de estar y al lado derecho de un pasillo que llevaba a un elegante comedor con una mesa de madera al centro se encontraba la cocina. Una alfombra roja cubría todo el piso hasta donde se podía ver. La casa tenía un cierto olor a leche agria.

Recorrí con la vista el piso alfombrado hasta que me topé con unos bellos y pequeños pies desnudos. Conforme levanté la mirada, mi pene comenzaba a palpitar; podía ver unos tobillos delgados y unas bien torneadas y largas piernas para una chamaca de trece años, eran algo delgadas, pero de proporción exacta para una adolescente. Llevaba una playera de “Hello Kittie” que permitía distinguir la punta de los pezones de aquellos pequeños senos en desarrollo. Yo estaba muy caliente para ese entonces, pensé tomarla en mis manos y hacerla mía por la fuerza, pero me quedé paralizado al ver su cara infantil y femenina al mismo tiempo. Sus labios eran gruesos y carnosos y tenía una discreta sonrisa que asomaba un par de dientes, en las mejillas tenía algo así como pecas o espinillas de pubertad que lejos estaban de ser desagradables, al contrario, me prendían. De su cabeza caía una larga cabellera negra ondulada que resaltaba el contorno de su cara. Pero lo que realmente me sometió fueron sus ojos negros acuosos que me miraban profundamente, lujuriosos y tiernos al mismo tiempo. Ahora estaba seguro de que había hecho lo correcto.

— Acompáñame arriba, me voy a cambiar —me dijo con esa dulce voz de sirena que embruja y guía a los arrecifes.

Subió rápidamente las escaleras, y cuando se fue de mi vista me sentí confundido, la niña no había tenido la reacción que yo imaginaba. Al contrario, era como si me hubiera esperado con anticipación.

Subí las escaleras y había unos sofás y un mueble con una televisión encendida. El aparato sintonizaba un canal porno, pero no había volumen. La niña se quitó rápidamente los calzones y apenas alcancé ver su vientre cubierto de incipientes vellos. Arrojó los calzones sin importarle dónde cayeran para después meterse a un cuarto. Yo estaba aturdido, no sabía que hacer, lo único que se me ocurrió en ese momento fue voltear a ver la prenda íntima que yacía sobre la alfombra roja. Era una prenda muy provocativa, una tanga de encaje blanco, semitransparente, seguramente puesta permitía ver más de lo que cubría. Mi vista volvió hacia la televisión. Una hermosa mujer le hacía sexo oral a un enano. El enano era feo y parecía que tenía la cara deforme, sin embargo la muchacha se la mamaba con gran fervor y entonces su mirada se posó en mis ojos mientras seguía haciendo la felación, me miraba fijamente desde la televisión. Parecía que poseída por el demonio, su lengua lamía todo lo que podía sin dejar un solo momento de verme. No estaba muy seguro de continuar con mi plan, estaba asustado, todo era muy raro, una especie de locura invadía la casa y ahora yo era parte de todo eso.

La niña salió, vestía un diminuto short de tela y una blusa brillante con el numero 36 y sin más calzado que unos calcetines.

— ¿Te gusta? —preguntó.

— Es realmente asqueroso —contesté refiriéndome a la película de la televisión.

— No tonto —dijo riendo— me refiero a como estoy vestida.

— ¡Ahh si! Te ves muy bien. Y como has sido una muy buena niña, te tengo éste regalo— saqué al cachorrito del saco y se lo di.

—Muchas gracias —dijo inexpresivamente. Tomó al animal y lo puso en el piso; el perrito no se levantó, parecía dormido, como muerto— ¿Quieres agua?

Dije que sí y bajamos a la cocina.

Ella tomaba del vaso donde sirvió el agua que era para mí y un incómodo silencio se extendía en el lugar. Pensé que tal vez yo no era del todo de su agrado, pero reflexioné, no hacía una semana que acababa de perder a sus padres y tal vez esa era la razón de su inercia.

— Cuando llegué, pensé que estarías en casa de tus amigas— le dije para romper el silencio.

— No, no puedo verlas ahorita, están castigadas. Pero ¿sabes qué? Tengo un plan para verlas. Mis amigas y yo tenemos pensado matar a todas esas viejas brujas de sus madres, para que así no las vuelvan a castigar nunca jamás. Hemos pensado quemarlas, pero yo creo que el fuego puede llamar mucho la atención ¿verdad? —me decía con una malicia casi diabólica en sus ojos.

Todo estaba mal, se suponía que el malo de la historia era yo, el que pretendía abusar de una niña y robarle su dinero, pero ahora resultaba que la niña era maligna. Llegué a la conclusión de que era muy probable que la muchacha tuviera problemas psicológicos y que no pensaba bien lo que decía; un golpe emocional de la magnitud del deceso de sus padres no era cualquier cosa, además de que sus muertes habían ocurrido en esa misma casa, y la soledad en la que se encontraba la chiquilla, esperando que llegaran sus padrinos para hacerse cargo de ella, seguramente influía de manera determinante en sus facultades mentales.

No sabía qué decir, las palabras no salían de mi boca, quería largarme de ese lugar y tirar a la basura mis estúpidos planes. Le pregunté:

— ¿Estas tomando calmantes, antidepresivos o algo así? Porque creo que llevabas todo el día dormida.

— No, lo que pasa es que soy muy floja.

Me senté en una silla, y de una puerta que daba al patio entró un enorme gato gris de angora. La niña sacó de la alacena un tazón de cristal y le sirvió de un costal una especie de croquetas, después vació medio galón de leche que cuando hizo contacto con las croquetas, se tornó de un color violeta luminoso. El gato se acercó y comenzó a devorarlas, toda su cara estaba manchada de violeta brillante y sus enormes ojos verdes no dejaban de mirarme mientras tragaba su alimento. Me recordó a la puta de la televisión y comencé a sentir pánico, pero en ese justo momento, la niña se sentó sobre mí, de frente, con sus piernas abiertas a cada uno de mis lados, buscando que su sexo hiciera contacto con el mío a través de la delgada tela de sus shorts. Me besaba pasionalmente en la cara, su lengua recorría mis orejas y me hacía sentir un escalofrío que provocó una potente erección. Podía sentir como se le humedecía la entrepierna y se mojaba su short, se comenzó a frotar contra mí, mis manos agarraban sus nalgas urgentemente y mi boca buscaba besarla, pero cuando lo intentaba me esquivaba, sin embargo me invitaba de manera lujuriosa con su lengua a probarla; intentaba besarla de nuevo y se quitaba para seguir humedeciendo sus labios y después seguir explorando mis orejas con su lengua; restregaba sus senos contra mi pecho, sin parar de mover sus caderas sobre las mías y me miraba con esos ojos lascivos, llenos de fuego, con una mirada completamente enloquecida.

Buscaba besarla, era necesario, era lo único que importaba en la vida, pero ella me negaba, sólo abría la boca y movía la lengua al ritmo de sus caderas. Su olor era especial, como el de un bebé. Ella tenía ese olor que desespera, que te hace sentir ganas de apretar hasta la asfixia, estrujar, azotar contra una pared, que sé yo. Comencé a perder la paciencia, por más que buscaba sus labios, siempre encontraba una forma de esconderse de mí. Aquello era desquiciante, estaba trastornado, ya no disfrutaba de sus caricias, de sus movimientos, del tacto de sus senos y sus nalgas, ya que prácticamente tenía todo el short metido dentro de ellas, no podía pensar en otra cosa más que su boca que me negaba.

Mi desesperación fue tal que en un ataque de rabia, agarré un cuchillo que había en la barra y le hice una larga herida en la espalda. Ella gritó del dolor y se separó rápidamente, y fue en ese momento que pude ver que en su mano traía un enorme cuchillo cebollero que pensaba clavarme de no haber hecho lo que hice.

— ¡Eres un estúpido! —gritó furiosa después de tocarse la espalda y ver su mano manchada de sangre. Agarré una silla y se la aventé para después salir corriendo a la carretera.

Ella estaba en la terraza del segundo piso disparándome con una pistola automática, enfurecida. Para mi buena suerte su puntería era pésima y lo único que hice fue gritar a todo pulmón, con todas mis fuerzas.

— ¡JO, JO, JO, JO, JO Feliz Navidad, hija de la chingada! —Mientras corría por la carretera rumbo a mi casa.

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