Blood Feast
miércoles, enero 04, 2006
En un rancho en las afueras de la ciudad se celebra el cumpleaños de Mario el Chido. Mario ha invitado a mucha gente, sin embargo sólo ha llegado su primo, el Tapatío, yo y unas cuantas personas más. Mario parece preocupado, tiene demasiadas expectativas en su fiesta y se la pasa llamando en su teléfono a no sé qué tanta gente. Yo mejor salgo a fumarme un cigarrillo afuera de la finca cuando veo llegar un Grand Marquis polarizado, acá bien placa ya saben, se abren las puertas y baja un tipo grande, malencarado, vestido con una gabardina y sin pantalones. Por supuesto que me llama la atención que el tipo ande en calzones pero lo que de plano me hace imposible dejar de verlo es la metralleta que cuelga de su hombro e inútilmente trata de esconder bajo la gabardina, es una Uzi; por el lado del copiloto desciende una mujer rubia de melena alborotada, no puedo decir que sea atractiva pero tiene algo que no podría explicarles, su cuerpo es demasiado voluptuoso tirándole a gorda, pero no es eso, no sé, tal vez sea el hecho de que ande con una persona como él, ¿qué motiva a las mujeres a salir con tipos rudos, inclusive criminales? Se dirige hacia él y le entrega unos pantalones para después besarlo con su lengua obscenamente roja, de la que escurre una baba blanca y espesa. Pienso que tal vez es el tío de Mario, el abogado de narcos del que algunas veces me ha platicado durante charlas etílicas.
Entran al inmueble y se dirigen hacia Mario para felicitarlo, según me parece, pero en lugar de eso toma la metralleta y le suelta una descarga en la cabeza destrozándole la cara. Las pocas personas que hay corren despavoridas como hormiguero alborotado, menos el Tapatío quien sostiene lo que queda de la cabeza de Mario, llorando hincado sobre un charco de sangre que inunda con su olor todo el lugar. No, la verdad me encuentro tan lejos de la escena que es imposible que mi olfato alcance a percibir ese aroma dulzón que no puedo alejar de mi nariz, la rubia gordibuena saca de su bolso de mano una pistola automática y le apunta a mi amigo. No puedo moverme pero la adrenalina que hierve en mis venas me impulsa a salir corriendo por el camino de terracería, me siento como un puto cobarde y siento como mis lágrimas impotentes forman caminos en mi rostro empolvado, pero de inmediato pienso que no estoy huyendo, que más bien busco a algún policía o cualquier persona que pueda ayudarme a despertar de esta pesadilla, pero tropiezo y me voy de hocico sobre el camino, no siento el golpe, probablemente mi cara esté toda raspada pero no siento nada, solo una punzada sobre mi pierna, en el bolsillo de mis pantalones siento la presión de mi navaja contra la tierra. Al pararme la tomo entre mis manos y despliego la hoja más larga y compruebo su filo, una delgada línea roja de sangre recorre mi dedo índice. Con prisa regreso al rancho procurando ocultarme dentro de las plantas que adornan la propiedad. El asesino y su pareja se besan lujuriosamente al centro del patio que dentro de mi punto de vista luce rojo, lleno de sangre mi visión está cubierta por un cefán sanguineo, veo el cuerpo del Tapatío con un tercer ojo en la frente (un orificio de entrada de bala) un instante antes de lanzarme a la pareja, con mis dientes que rechinan por la fuerza de mis mandíbulas, sostengo la navaja en mi mano y me lanzo directo al cuello del cabrón malencarado y rebano su garganta sintiendo como la navaja rasga su buche o algún otro tejido duro que me obliga a enterrar la hoja lo más profundo que me es posible, hasta el hueso, chorros de sangre salpican la cabellera de la rubia mientras es rostro del tipo palidece rápidamente ante la pérdida de su sangre. Antes de que caiga al suelo, tomo la Uzi y disparo sobre la chica, el estruendo es real, no alcanza a despertarme de la pesadilla. Disparo sobre sus cuerpos a pesar de que ya no tienen vida.