otra vez el mismo sueño apocaliptico, las naves que flotan en el cielo esperando una batalla

lunes, julio 03, 2006

“Hoy me herí a mí mismo, para ver si aun podía sentir”
Nine Inch Nails - Hurt

Ballenas


Estoy seguro que escuché esa canción mientras dormía y la traje de un sueño y ahora que estoy despierto no puedo sacarla de mi cabeza. La busco inútilmente en una pequeña y antigua radio que está dentro de la casa de playa familiar.
La playa es ancha, hay que caminar un buen tramo para llegar al agua y mis padres y mi hermana contemplan el mar tumbados sobre toallas sobre el pasto fresco del jardín. Salgo a acostarme en una hamaca, estoy bastante borracho ya que no me doy cuenta que estoy cantando en voz alta, bueno, además que traigo un vaso de whisky con hielo que no he permitido vaciarse en todo el día.
—¿Pues qué hora es?— Pregunto sin noción del tiempo y mi padre contesta mirando su reloj de pulsera:
—Mmm, las nueve y media-
—¿De la noche? ¡Pero el sol brilla como si fuera medio día! —y el sol resplandece en un cielo tan azul como las aguas del mar, pero su calor no llega, más bien sopla un aire fresco, casi frío— El mundo se ha vuelto loco”
—Sí, parece que se va a acabar el mundo— dice mi hermana mirando a todos esos aviones y helicópteros del ejercito que inundan el cielo volando por todos lados. Comienzo a contar las naves militares que flotan en el rango que mi visión alcanza a percibir, una, dos, tres… veinticuatro.
—Algo está mal- dice mi papá y miramos con miedo que sucede algo que no podemos comprender.
Justo después, en el cielo nacen pequeñas figuras que parecen romper aquel azul radiante, como si estuvieran brincando de la estratosfera a la tierra y caen envueltas en un fuego blanco, se mueven en cámara lenta a causa de la lejanía y un zumbido apenas apreciable comiennza a retumbar en mis oídos. Mis padres se abrazan asustados y mi hermana suspira incrédula:
—Son ballenas papá, pero las ballenas no vuelan—
Y conforme se van acercando miro que mi hermana no está loca y unas enormes ballenas bajan nadando lentamente por los aires, se puede ver que en sus lomos y sus trompas tienen algo parecido a esos moluscos simbióticos que se les adhieren al cuerpo, pero es más bien alguna especie de tecnología que les permite volar. El zumbido crece hasta hacerse muy agudo, nos obliga a tapar los oídos con nuestras manos, y el eco ahogado que retumba en mi cabeza suena como música, como un himno espacial que nos hipnotiza y petrifica.
Los helicópteros escoltan su descenso hasta que una de ellas aterriza en el mar justo frente a nosotros y levanta una enorme ola que lleva la marea hasta nuestros pies, arrastrándonos dentro de la casa.
—Rápido, corramos a las montañas– Digo, pero nadie me puede escuchar, el canto es muy fuerte y muy bello, todos están inmovilizados por el miedo, miran con sus bocas abiertas las ballenas varadas en la playa.


Corro a la montaña y trepo desesperadamente enterrando mis pies y manos en la tierra húmeda, desangrándome las rodillas y los dedos, sudando, subiendo, sin pensar en el gran peso que cargo en mis espaldas.
Una vez en la cumbre alimento a las ballenas con la carne cruda y fresca de mi familia.

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