En un año se estrena Star Wars, yeahhhh.

jueves, mayo 20, 2004

Y pa seguir la carroza sin preguntar por el muerto aquí está éste cuentito incompleto de Jedis.


Hace mucho tiempo en una galaxia muy, muy lejana existió un Jedi llamado Nico Zon.

En los momentos de asueto, claro que estos no había como tales ya que un caballero Jedi siempre está en servicio, los demás Jedis se mostraban, de una sutil manera, inmodestos; se sabían diferentes al resto de la población, elegidos gracias a los niveles de nucleótidos que contenía su sangre. Sin embargo, en Nico Zon la presencia de la fuerza ya no era tan fuerte como antes.
Nico Zon estaba enamorado de Bright Muter y eso se reflejaba en sus niveles de nucleótidos que habían disminuido casi a los de una persona normal, sólo su sable láser lo diferenciaba de un ciudadano común.
Su sable era único, su orgullo. Lo creó con su propias manos, él mismo forjó el metal y los complicados mecanismos electrónicos que lo accionaban, él mismo viajó a Kessel, su planeta natal, buscando en los más profundo de las minas donde trabajaron sus padres, quien murieron orgullos por tener un hijo ungido por la orden Jedi, para extraer del corazón del astro el diamante que concebía el poder de su espada. Generaba un haz luminoso más largo e intenso que el de sus compañeros, era de un color naranja incandescente, como las llamas del sol, como el cabello de Bright Muter. La principal motivación que lo llevó a terminar su entrenamiento de padwan era poseer un sable láser.
Pero sus poderes habían disminuido notablemente y apenas era capaz de hacer levitar su espada.

Su cargo era de suma importancia, los guardias de Bright Muter recibían el nombre de Sacerdotes Guerreros, más clérigos que beligerantes. Su entrenamiento, una vez que formaban parte de la orden de los Jedis, consistía en largas jornadas de meditación, ayuno y celibato, en el que cultivaban la elevación del espíritu por medio del menosprecio a la carne. Eran los Jedis Místicos, los puros, los Jedis santos.

Bright Muter tenía mil años cumplidos, aun era joven para su raza milenaria. Su piel era verde como las aceitunas y sus orejas estilizadamente puntiagudas, sus ojos el doble de grandes que los de un ser humano, se podía ver el cosmos a través de ellos; en lugar de pelo brotaban haces luminosos como llamaradas y tenía un par de enormes alas de libélula que ocultaba bajo pomposos vestidos estilo oriental que se hacía traer del tercer planeta de la vía láctea, siempre de un color blanco inmaculado.

Sin embargo en los sueños de Nico Zon ocurrían pasiones, casi pornográficas, imágenes en las que Bight Muter compartía su cuerpo con él. La besaba y bebía de su lengua una saliva que lo lleva a un éxtasis idéntico al que experimentaba en aquellos delirios místicos producto del el hambre y el trance, le devoraba la lengua como un manjar mientras recorría su húmeda piel verde con sus manos, besaba sus senos y lactaba de ellos una leche que estimulaba sus sentidos y lo convertían en un Dios que todo sabía y todo podía; y que sin embargo, no buscaba nada más que hundirse lo más profundo de las entrañas de la madre, buscando regresar al origen. Pero nunca lo conseguía, ni en sus sueños; despertaba sudando, agitado, sin control de sí mismo, víctima de las pasiones humanas que le enseñaron a despreciar, malgastando nucleótidos en el semen desperdiciado en las sabanas que traía la humedad del sueño a su despertar. Pero lo que más inquietaba a Nico Zon era la claridad de sus visiones, donde ninguna imagen se perdía con la realidad, al contrarío, adquirían un aura de alucinaciones proféticas.

El remordimiento por esos deseos indignos de tan noble cargo, hacían su existencia imposible. No estaba dispuesto a dejar de proteger a Brigth Muter por ningún motivo del mundo, pero sentía una terrible culpa por la desobediencia a los preceptos de su orden.

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